Si te pregunto así, de golpe y porrazo: y tú, ¿a quién te pareces?; ¿qué responderías?
Ahora que soy mamá tengo que decir que he aprendido a darme cuenta de algunas cosas que como mamás tendemos a pasar por alto o a no ponerles atención (yo estoy tratando de poner toda mi atención en cada palabra, gesto o hecho) y una de ellas es la comparación.
Si bien tengo claro que las comparaciones no son buenas, nunca me había detenido a analizar la cantidad de formas que hay de hablar de comparaciones sin usar el clásico “más o mejor que”.
Una de esas formas es la costumbre de preguntar a quién te pareces.
Desde que soy mamá, hace ya 16 años, he escuchado a mi mamá y a la mamá de Jorge establecer en qué se parecen mis enanos a cada una de sus familias.
Que si los ojos verdes los heredaron de su abuela paterna, que si en la familia de mi mamá también hay ojos verdes, que si son tan altos como fulano, que si la nariz de perengano, etc.
Y claro, en principio no me caía el veinte de la terrible sensación que deja ese tipo de comentarios; y no necesariamente porque hagan referencia a si es bueno o malo, pero sí que es cierto que entre líneas se entiende.
En algún momento, alguien pudo haber hecho el comentario de que fulano tiene una nariz hermosa o que los ojos de sutano son realmente bellos; y en el momento de la “comparación”, aquel comentario brota en su subconsciente.
¿Qué tiene que ver eso con el 4to Piso?
Bueno, pues no sé si sea yo o a todas nos pasa, pero como te contaba, para mí, el 4to Piso es la segunda adolescencia; y será por eso que mi subconsciente empieza a brincar como chapulín en comal: no soporto las comparaciones, aunque sean de manera sutil con la pregunta ¿a quién te pareces?
Insisto, tal vez sea que ahora pongo más atención o tal vez sea que esa segunda adolescencia me hace sentirme aludida y querer rebelarme; lo cierto es que me estresa y me pone de malas (bueno, algo se me revuelve en mi estómago) cada vez que escucho que me dicen “eres igualita a mí”, “te pareces tanto a tu papá en esto”, “igualita a la familia de tu papá en aquello”.
Peor aún, cuando escucho que comparan a mis enanos con las diferentes personas de la familia y, para colmo, todo lo bueno que tienen es de alguien más, pero cualquier cosa considerada “defecto” es herencia mía.
No sé si a ti te pasa, pero yo he llegado a un punto de mi vida en donde no me interesa, en lo más mínimo, parecerme a nadie.
Ni siquiera a alguien que admire o respete. Estoy convencida que mi valía como persona va mucho más allá de ser como alguien o seguir los pasos de alguien; ese valor radica en lo que yo soy, no en a quién me parezco.
Tengo claro que formo parte de una generación de mujeres que está luchando por ganarnos un lugar en el mundo haciendo cosas diferentes al resto, demostrando mi propio valor y me siento feliz y orgullosa de formar parte de este grupo de mujeres.
Lo que no me convence es la palabra “luchando”.
¿Por qué tengo que luchar?
¿Es tan difícil respetarme y dejarme ser?, al fin de cuentas no pretendo molestar o lastimar a nadie, sólo quiero ser libre de ser, hacer y tener lo que me dé la gana.
Estoy completamente convencida que todas esas comparaciones o críticas no son más que el reflejo de una impotencia enorme por querer ser como soy yo; porque yo no me empeño en ser diferente, me empeño en ser única.
Si tú también estás en este rollo de querer ser tú, sin los eternos paradigmas, estereotipos y terribles comparaciones, no nos pierdas la pista porque se viene algo padrísimo para este grupo de mujeres únicas.
Desde hoy, cada vez que me pregunten “y tú, ¿a quién te pareces?, tengo clara mi respuesta: “A NADIE, SOY ÚNICA”.